marzo 05, 2011

Nuestro pasado: ¿Enemigo o aliado?

Muchos no progresan adecuadamente en su fe porque están en lucha con su vida pasada. Aún sin darse cuenta, viven frenados o incluso paralizados porque no logran olvidar «lo que queda atrás» 

Hemos de empezar aclarando un aspecto que es motivo de frustración en algunos creyentes, especialmente los jóvenes en la fe. Piensan que con la conversión se puede partir de cero, cambiar por completo de «maleta». Desearían que el Espíritu Santo hiciera tabla rasa de su biografía y borrara de golpe todo lo que pertenece al pasado y al inconsciente. Esta forma de pensar refleja un deseo profundo, urgente, de cambio; la persona anhela ser totalmente otra, busca huir de su pasado. Sufrieron tanto en su familia, en su infancia, que lo único que desean es olvidar. Algunos lo intentan cambiando de área geográfica, incluso de país. Cuando esta movilidad geográfica es muy frecuente se conoce en psicología como el «síndrome de Marco Polo». Otros intentan cambiarse el nombre, o van de trabajo en trabajo buscando el empleo ideal. Todo ello refleja el deseo intenso de empezar de nuevo. Llegan a querer tanto este cambio total que atribuyen al Espíritu Santo un papel que no le corresponde. Su error consiste en confundir el propósito de la obra de Dios en nosotros: la meta del Espíritu Santo no es destruir un pasado, sino construir un futuro. El creyente es llamado a parecerse cada día más a Cristo, no a borrar las huellas que la genética o el pasado hayan dejado en su vida. ¡La tarea del Consolador va mucho más allá de la terapia de un excelente psiquiatra!

Sin duda las palabras del apóstol Pablo son ciertas: «Si alguno está en Cristo nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas» (2 Co. 5:17). Pero este versículo no podemos interpretarlo a nuestro antojo. ¿Significa que Dios nos cambiará el color de los ojos o la talla al convertirnos? Esta pretensión, obviamente impensable, no la sostiene ningún creyente. Y lo mismo podemos decir del temperamento o de los recuerdos. Cristo nos da una vida nueva en el sentido de que pone en nosotros una nueva naturaleza, somos engendrados «del Espíritu» (Jn. 3:6). A su vez esto conlleva cambios radicales: actitudes diferentes, una perspectiva distinta ante la vida, una dignidad nueva, un sólido sentido de la identidad personal, la esperanza de un futuro diferente y así podríamos seguir la lista de «cosas nuevas». Ciertamente Dios nos da nuevos recursos y nuevas «salidas» (1 Co. 10:13) para sobrellevar los aspectos de nuestra «maleta» que más nos pesan. La fe es un poderoso instrumento de cambio de actitudes; pero ello no significa la eliminación de nuestro pasado y de nuestros «pesos» aquí en la tierra.

Cuando estamos en Cristo ya no deberíamos ver el pasado como un enemigo, sino como un aliado, es decir un instrumento con el que trabajamos conjuntamente para un propósito. Lo característico de un aliado es que no necesito tener sentimientos positivos para trabajar con él. No se me pide que sea mi amigo, sino un colaborador. De igual manera, Dios no pide de nosotros que nos guste nuestro pasado doloroso, que llegue a ser un amigo, pero sí nos anima a aceptarlo como un aliado que él utiliza para cumplir ciertos propósitos de nuestra vida. Dejemos, por tanto, de luchar contra nuestro pasado porque en Cristo ya no constituye un enemigo a vencer, sino un aliado útil. Mi pasado ya fue limpiado cuando Cristo perdonó mis pecados con su sangre. Las palabras del Señor en Is. 43:18-19 son un bálsamo sanador para todos los que arrastran cicatrices de biografías difíciles: «No os acordéis de las cosas pasadas, ni traigáis a memoria las cosas antiguas. He aquí yo hago cosa nueva... Otra vez abriré camino en el desierto, y ríos en la soledad»